Tan frágil, tan cansado,
un hombre que andaba de paso
plantó su mas preciado tesoro,
la semilla de una flor como ninguna otra.
Pero esa tierra estaba tan seca
que nada de ella surgió.
Una niña, sin miedo a nada,
tomo un jarrón de barro con agua
y en medio de la nada
regó aquella pobre semilla.
La cuidó de joven y de anciana
y cuando esta murió,
de la semilla surgió una rosa
que brillo y se quemó.
Y de sus cenizas nació
un niño de ojos azules.
El niño creció con un gran amor
hacia las mujeres,
tanto, que no podía decidir
por una de ellas.
Él buscaba alguien especial
que regase su tierra
si seca llegase estar
y que la hiciera brillar.
Le encontró, una en un millón,
mas no pudo retenerla.
Ella amaba tanto su tierra
que su vida daba por esta.
La honraba, sin recibir a cambio nada
ni gracias de su gente,
ni rosas aunque sea.
Llegóse el día en que él
a su amada entregase
con gran dolor y pesar
al destino que le aguardara.
De nuevo vio ese brillo y ese ardor
aunque de él no surgiese
ningún nuevo Francia,
sino que con él muriese
parte de su alma.
Dicen que cada tarde,
él aguarda
en el banco de una plaza
entres suspiro, que el Sol caiga,
viendo ese brillo y ese ardor.
Deteniendo consigo
París en el tiempo.
la semilla de una flor como ninguna otra.
Pero esa tierra estaba tan seca
que nada de ella surgió.
Una niña, sin miedo a nada,
tomo un jarrón de barro con agua
y en medio de la nada
regó aquella pobre semilla.
La cuidó de joven y de anciana
y cuando esta murió,
de la semilla surgió una rosa
que brillo y se quemó.
Y de sus cenizas nació
un niño de ojos azules.
El niño creció con un gran amor
hacia las mujeres,
tanto, que no podía decidir
por una de ellas.
Él buscaba alguien especial
que regase su tierra
si seca llegase estar
y que la hiciera brillar.
Le encontró, una en un millón,
mas no pudo retenerla.
Ella amaba tanto su tierra
que su vida daba por esta.
La honraba, sin recibir a cambio nada
ni gracias de su gente,
ni rosas aunque sea.
Llegóse el día en que él
a su amada entregase
con gran dolor y pesar
al destino que le aguardara.
De nuevo vio ese brillo y ese ardor
aunque de él no surgiese
ningún nuevo Francia,
sino que con él muriese
parte de su alma.
Dicen que cada tarde,
él aguarda
en el banco de una plaza
entres suspiro, que el Sol caiga,
viendo ese brillo y ese ardor.
Deteniendo consigo
París en el tiempo.
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